Quedé por un momento quieto, viendo a mi madre delirando.
Ya llevaba dos o quizá tres horas con fiebre al momento en que yo llegaba desde Conce: no pudo reconocerme.
Así estaba ella, como un volantín chupete preso del viento de septiembre. Mi madre se asomaba a la pieza por momento y volvía a perderse en el erial. Luego volvía a pasar a mi lado, abría sus ojos, movía sus brazos y alcanzaba a indicarme lo que estaba viendo... "hay que agarrar esas tablas y correrlas...".
Finalmente, pasados unos minutos me reconoció: "hooola Chejo"...
Tomé su temperatura y decidí esperar al doctor que llegaría en una hora; me quedé a su lado aplicándole las históricas compresas en la frente y esperando que el infaltable Tapsin hiciera su trabajo, mientras mi padre en el otro dormitorio yacía tendido, en su papel de eterno convaleciente.
Mi cansancio, hambre y mi malestar desaparecieron, no eran nada; en su lugar me llené de ternura para acariciar la cara de mi madre, apretar su mano y decirle que todo estaría mejor, que la fiebre pasaría, que pronto vería de nuevo a su querida luna, darle a tomar agua, apurar al doctor.
Los medicamentos están funcionando ya, pasó una buena noche y desayunó bien. Me contó que al cerrar sus ojos vió que todo cambiaba de orden, llegaba a un cuarto con maderas, clavos, herramientas, todo revuelto, como un desordenado taller. El viajecito que te mandaste!!
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